Al principio sonaba un poco exagerado, pero la realidad en este caso es asfixiante. El Área Metropolitana de Medellín, la segunda ciudad de Colombia, es cada vez más una urbe difícil para vivir.
Gracias a la labor de varios gobiernos locales seguidos, la capital del departamento de Antioquia logró sobreponerse al estigma de la violencia del narcotráfico y se fue convirtiendo en la ciudad de moda (como va camino a ser Barranquilla), la que todos querían visitar y en algunos casos imitar, desde su transformación de urbanismo social. La ciudad de la innovación y la resiliencia, no advirtió, sin embargo, la fuerza con la que su aire se contaminaba, su suelo se recalentaba y su calidad de vida se deterioraba. Un asunto que, obviamente, no ocurrió de la noche a la mañana, pero que demanda acciones y decisiones concretas, de choque, para poder afrontar una realidad que ya no es un anuncio.
Medellín, está situada en un estrecho valle en la cordillera central de los Andes en Colombia. En el siglo pasado se le conocía como “La Ciudad de la Eterna Primavera”, pues su ubicación a unos 1495 metros sobre el nivel del mar, en un cañón por el que corre el viento, hacía de la suya una temperatura envidiable. Es el centro de un área metropolitana que reúne a los diez municipios que se configuraron en el Valle de Aburrá, atravesado por el río Medellín y hoy conurbado casi al ciento por ciento.
En la séptima década del Siglo XX, se constituyó como el motor de desarrollo del país, fue la punta de lanza para la industria y el comercio. Su rápida respuesta a las necesidades de servicios públicos primero, y de transporte colectivo después, hizo que su calidad de vida fuera tenida como la mejor del país, lo que sumado a la idea de que sus gentes, los paisas, son emprendedores, creativos y hospitalarios, atrajo a muchas personas de otras ciudades y de otros municipios a probar suerte aquí.
Hoy, aunque existe un sistema público de transporte integrado –con algunas dificultades- el número de motocicletas es mayor que el de automóviles privados que excede en mucho la capacidad vial del conglomerado de ciudades. No hay vías suficientes, pero tampoco dónde hacerlas. Aunque es la única ciudad colombiana con sistema Metro, los buses de empresas privadas, los taxis y los servicios tipo Uber, compiten en la vía por los pasajeros que se niegan a andar en moto, no acceden a un carro o han decidido dejarlo para moverse mejor. En eso ha aportado el programa público de bicicletas gratuitas que está integrado al Metro y al sistema de transporte, pero que aún es insuficiente en número de bicicletas, en cultura de uso, pero sobre todo en rutas seguras.
En el Valle de Aburrá, la zona más poblada de Antioquia, hay entonces 10 ciudades que se asfixian, que evidencian que el calentamiento global es más que un asunto mediático y que la mezcla de combustibles fósiles con los vientos, más la concentración industrial, va generando una olla a presión que parece a punto de estallar. En los últimos 14 meses, han sido varias las declaratorias de emergencia ambiental que comportan acciones puntuales, pequeñas restricciones y muchas recomendaciones. Hace falta una política estructurada que implique a las diez municipalidades y a los habitantes que compartimos este espacio, para bajar la presión del ambiente y desacelerar la contaminación.
Decisiones que seguramente no serán populares, pero que no dan tregua. Algunas que seguramente requieran más compromiso social que recursos públicos, pero en todo caso reclaman liderazgo y convicción. Por supuesto, hace falta también levantar la mirada allende las montañas que nos rodean, para ver cómo se ha afrontado en otras ciudades este tipo de problemas, qué errores no deberíamos repetir y qué aciertos vale la pena replicar.